Por Dani Rodrik, profesor de Economía Política Internacional de Harvard para Project Syndicate
RONDA,
ESPAÑA – Mientras el mundo no termina de recuperarse de la conmoción del
Brexit, economistas y políticos comienzan a darse cuenta de que subestimaron
seriamente la fragilidad política de la forma actual de la globalización. La
revuelta popular que aparentemente hay en curso adopta formas variadas y
superpuestas: reafirmación de identidades locales y nacionales, demanda de
mayor control y rendición de cuentas democráticos, rechazo de los partidos
políticos centristas y desconfianza hacia las élites y los expertos.
Esta
reacción era predecible. Algunos economistas (entre los que me incluyo)advirtieron sobre las consecuencias de llevar la
globalización económica más allá de los límites de las instituciones que
regulan, estabilizan y legitiman los mercados. La hiperglobalización comercial
y financiera, dirigida a la plena integración de los mercados mundiales,
desgarró las sociedades locales.
Pero lo que
sorprende más es el giro decididamente derechista que tomó la reacción
política. En Europa, el proceso ha llevado al surgimiento de una serie de
partidos mayormente populistas nativistas y nacionalistas, mientras que la
izquierda solo ganó terreno en unos pocos lugares como Grecia y España. En
Estados Unidos, el demagogo de derecha Donald Trump consiguió desplazar al establishment republicano, mientras que el izquierdista Bernie
Sanders no pudo vencer a la centrista Hillary Clinton.
Tal como a
regañadientes concede el nuevo consenso que comienza a aparecer en elestablishment, la globalización acentúa
las divisiones de clase entre quienes cuentan con habilidades y recursos para
aprovechar la existencia de mercados globales y quienes no. Tradicionalmente,
las diferencias de ingresos y clase, a diferencia de las identitarias basadas
en la pertenencia racial, étnica o religiosa, siempre fortalecieron a la izquierda. ¿Por qué esta fue incapaz de
presentar un cuestionamiento político significativo a la globalización?
Una
respuesta es que la inmigración restó protagonismo a otros “shocks” de la globalización. La
percepción de una amenaza de ingreso masivo de inmigrantes y refugiados de
países pobres con tradiciones culturales muy diferentes agrava las divisiones
identitarias que los políticos de extrema derecha saben explotar tan bien. Por
eso no es sorpresa que políticos de derecha como Trump o Marine Le Pen aderecen
su mensaje de reafirmación nacional con una abundante dosis de simbolismo
antimusulmán.
Las
democracias latinoamericanas son un contraste elocuente. Para estos países la
globalización fue ante todo un shock del comercio internacional y la inversión extranjera, más que un shock de inmigración. La globalización se convirtió en
sinónimo de las políticas del “Consenso de Washington” y de apertura
financiera. La inmigración de Medio Oriente o África fue limitada y no adquirió
relevancia política. Por eso la reacción populista en América latina (en
Brasil, Bolivia, Ecuador y, más desastrosamente, Venezuela) fue hacia la
izquierda.
La historia
es similar en las dos grandes excepciones al resurgimiento de la derecha en
Europa: Grecia y España. En la primera, la discusión política giró en torno de
las medidas de austeridad impuestas por las instituciones europeas y el Fondo
Monetario Internacional. En España, la mayoría de los inmigrantes, hasta hace
poco, vino de países latinoamericanos con semejanzas culturales. En ambos
países, la extrema derecha no halló el caldo de cultivo que tuvo en otras
partes.
Pero tal
vez la experiencia en América latina y el sur de Europa revela una debilidad
mayor de la izquierda: la ausencia de un programa claro para remodelar el
capitalismo y la globalización para el siglo XXI. Desde Syriza en Grecia hasta
el Partido de los Trabajadores en Brasil, la izquierda no pudo hallar ideas
económicamente razonables y políticamente populares (salvo paliativos como la
transferencia de ingresos).
Gran parte
de la culpa es de los economistas y tecnócratas de izquierda. En vez de ayudar
a definir ese programa, se entregaron con demasiada facilidad al
fundamentalismo de mercado y adoptaron sus principios centrales. Peor aún,
lideraron el movimiento hiperglobalizador en momentos cruciales.
La
entronización de la libre movilidad del capital (especialmente de tipo volátil)
como norma por parte de la Unión Europea, la Organización para la Cooperación y
el Desarrollo Económicos, y el FMI fue probablemente la decisión más fatídica para
la economía global que se haya tomado en las últimas décadas. Como demostró Rawi Abdelal, profesor de la Escuela de Negocios
de Harvard, los principales promotores de esta iniciativa a fines de los
ochenta y principios de los noventa no fueron los ideólogos del libre mercado,
sino tecnócratas franceses como Jacques Delors (en la Comisión Europea) y Henri
Chavranski (en la OCDE), estrechamente vinculados con el Partido Socialista en
Francia. Asimismo, en EE. UU., la embestida desreguladora fue liderada por
tecnócratas asociados con el Partido Demócrata (de orientación más keynesiana),
como Lawrence Summers.
Es probable
que el fallido experimento keynesiano de Mitterrand a principios de los ochenta
haya dado a los tecnócratas socialistas franceses razones para concluir que una
gestión económica en el nivel nacional ya no era posible y que no había una
alternativa real a la globalización financiera: lo mejor que podía hacerse era
aprobar normas paneuropeas y mundiales, en vez de dejar a países poderosos como
Alemania o EE. UU. imponer las suyas.
La buena
noticia es que el vacío intelectual de la izquierda se está llenando, y ya no
hay motivos para seguir creyendo en la tiranía de la falta de alternativas. Hay
un corpuseconómico “respetable” cada vez mayor del que los
políticos de izquierda deberían extraer inspiración.
Veamos
algunos ejemplos: Anat Admati y Simon Johnson defendieron la implementación de reformas
radicales en el sector bancario; Thomas Piketty y Tony Atkinson propusieron un
variado menú de políticas para encarar la desigualdad en el nivel nacional; Mariana Mazzucato y Ha-Joon Chang escribieron textos muy profundos
sobre cómo fomentar la innovación inclusiva desde el sector público; Joseph Stiglitz y José Antonio Ocampo propusieron reformas globales; Brad DeLong, Jeffrey Sachs y Lawrence Summers (¡el mismísimo!) sostuvieron
la necesidad de inversión pública a largo plazo en infraestructura y economía
verde. Aquí hay suficientes elementos para construir una respuesta económica
programática desde la izquierda.
Una
diferencia crucial entre la derecha y la izquierda es que la primera prospera
profundizando divisiones en la sociedad (“nosotros” contra “ellos”), mientras
que la izquierda, cuando es exitosa, las supera por medio de reformas que unen
a las partes. De allí la paradoja: las primeras olas de reformas desde la
izquierda (el keynesianismo, la socialdemocracia, el Estado de bienestar), al
salvar al capitalismo de sí mismo, se volvieron ellas mismas superfluas. Si no
se plantea otra respuesta similar ahora, se dejará vía libre a los movimientos
populistas y de extrema derecha que llevarán el mundo (como siempre lo han
hecho) a una división más profunda y una proliferación de conflictos.
Traducción:
Esteban Flamini