Aún cuando Dani Rodrik es profesor de Economía Política
Internacional de la de la ortodoxa Escuela de Gobierno John F. Kennedy de la Universidad de Harvard, no le
come cuento a la globalización como la
estamos padeciendo hoy. Este profesor hace parte de un nutrido y
destacado grupo de economistas que al igual que el Premio Nobel de Economía,
Joseph Stiglitz, con un fuerte bagaje keynesiano, critican los excesos de la
globalización neoliberal y buscan alternativas viables y deseables.
En su libro The Globalization Paradox: Democracy and the
Future of the World Economy, (La Paradoja de la Globalización, la Democracia y
el Futuro de la Economía Mundial), Rodrik hace un recuento histórico de la
globalización para centrase en la actual.
Ya el mundo vio desplomarse la era del patrón oro en 1914 que no pudo restituirse
posteriormente. Pero ¿estamos ad portas de una nuevo colapso de la
globalización? pregunta. A fin de cuentas la globalización actual está
débilmente sustentada institucionalmente. “No existe una autoridad global antimonopolios, ni un prestamista de
última instancia, ni un regulador global, ni un sistema de seguridad social
global, y menos aún, una
democracia global”.
Como buen Keynesiano defiende justamente, creo yo, el
régimen de Bretton Woods, bajo el cual los países industriales se recuperaron de
la guerra y se volvieron prósperos y los países en desarrollo experimentaron
niveles de crecimiento económico sin precedentes. La economía mundial floreció
como nunca antes durante la Era de Oro del capitalismo.
En sus recorrido por los aspectos más relevantes del desarrollo
del capitalismo actual, tales como: el dilema entre los mercados y el estado,
el auge y la caída de la primera globalización, el caso del libre comercio, el
sistema de Bretton Woods, la globalización financiera, el fundamentalismo del libre comercio,
etc., Dani Rodrik tiene una cuestión esencial en mente que repite a lo largo
del libro pero que desarrolla más cuidadosamente al final: es la idea de que
las democracias tienen el derecho de proteger sus normas y estructuras sociales
y que cuando este derecho choca con las exigencias de la economía global, es
esta última la que debe hacerse a un lado y no al contrario. Rodrik desenmascara
una de las verdades de apuño de la economía global: la democracia nacional y
una globalización profunda son incompatibles. Esto lo ilustra con el ejemplo de Argentina.
En este país, bajo Cavallo, Menem y De la Rúa a la cabeza, la globalización se convirtió
en el objetivo último de gobierno y sin embargo no pudieron evitar que la
presión política interna interviniera y les aguara la fiesta.
En febrero de 1991, el Ministro Cavallo, nombrado por Carlos Menem para que se encargara
de la política económica, ató el
peso al dólar en lo que se conoció como
la Ley de Convertibilidad, prohibió las restricciones a las
transacciones financieras internacionales, aceleró las privatizaciones y la desregulación
de la economía y la abrió por completo a los mercados internacionales. Todo ello justificado por lo que se
llamó un exceso de
intervencionismo del pasado, pues en su parecer, Argentina había cambiado las
reglas de juego cada vez que se le venía en gana. Pensó que la globalización
serviría tanto de arnés como
de motor de crecimiento de la
economía. Era el Consenso de
Washington llevado al extremo.
En un principio las medidas de integración económica frenaron
la inflación y los capitales fluyeron. La inversión, las exportaciones y los
ingresos crecieron rápidamente. Pero al finalizar la década, desarrollos adversos en la economía mundial sirvieron de
escenario para que los inversores cambiaran de parecer sobre Argentina y la
pesadilla regresó al país vengativamente. La crisis financiera asiática, pero
más aún la devaluación brasilera de principios de 1999, fueron los detonantes de una nueva crisis. Cavallo
que había dejado su puesto en 1996, regresa con Fernando De la Rúa en 2001.
Adoptó una política de austeridad severa, con recortes fiscales en una economía
donde uno de cada cinco trabajadores estaban desempleados. Impuso recortes a los salarios y a las
pensiones lo que provocó masivas protestas y generó pánico y todos acudieron
temerosos a retirar sus depósitos a los bancos, temiendo una devaluación. El
pánico causado y el descontento forzaron la renuncia de De la Rúa y de su ministro
Domingo Cavallo.
¿Qué salió mal? La respuesta corta es que la política
doméstica se le atravesó a la hiperglobalización. Los dolorosos ajustes luego
de una profunda integración no se acomodaban a una ciudadanía descontenta y
finalmente la política triunfó.
El trilema
¿Cómo manejar la tensión entre la democracia doméstica y los mercados globales?
Dani Rodrik dice que hay tres opciones. Se puede restringir
la democracia con el interés de minimizar los costos de transacción
internacionales, haciendo caso omiso el traumatismo que la economía global a
veces produce. Se puede limitar la globalización, con la esperanza de construir
una legitimidad democrática doméstica. O se puede globalizar la democracia, en
detrimento de la soberanía nacional. No se pueden tener las tres cosas a la
vez: hiperglobalización, democracia y autodeterminación.
Si no se quiere sacrificar la democracia, se puede, no obstante,
optar por la “gobernanza global”.
Es decir, optar por instituciones globales robustas pero reguladas. La más
cruda forma de esta gobernanza global delega directamente todos los poderes nacionales en tecnócratas
internacionales, involucrando agencias regulatorias autónomas encargadas de
resolver problemas de índole “técnica” que surgen de una toma de decisiones
descoordinada de la economía global. Una especie de federalismo global, o una forma menos
ambiciosa que de todas maneras conllevaría restricciones a la soberanía
nacional. Pero ¿es esto deseable y posible? De todas formas hay demasiada diversidad
en el mundo para someterla a unas solas y uniformes reglas de juego.
El talón de Aquiles de la gobernanza global, argumenta
Rodrik, es que carece de relaciones de accountability o rendición de cuentas
claras. Bajo el estado nacional la rendición de cuentas de los gobernantes la
hace el electorado que si no está satisfecho castiga al gobernante no
volviéndolo a elegir. Un ejemplo muy utilizado es el de la Unión Europea que
ilustra tanto los aciertos de las nuevas ideas sobre la gobernanza global como
sus limitaciones. Esta cuenta con una Corte de Justicia y con un
Banco Central y un sinnúmero de agencias especializadas pero se ha quedado
corta en cuanto a la creación de
instituciones democráticas. No hay
una infraestructura política común.
También fue evidente, luego
de la crisis global de 2008, que las respuestas fueron diversas y descoordinadas.
Países más afectados como Latvia, Hungría y Grecia fueron obligados a recurrir
al FMI y aceptar sus condiciones para poder acceder a créditos de los gobiernos
más ricos de la UE.
En conclusión, la gobernanza global enfrenta serias limitaciones: las
identidades políticas y los apegos giran en torno los estados nacionales; las
comunidades políticas se organizan domésticamente y no globalmente; verdaderas normas globales han surgido
en una muy reducida franja de temas y hay diferencias sustanciales alrededor
del mundo en cuanto a cuáles son los arreglos normativos deseables.
Si la gobernanza global en el futuro próximo no es ni
deseable y factible, entonces ¿cuál es la solución?
Si sacrificamos la hiperglobalización, como lo hizo en su
momento el sistema de Bretton Woods-GATT,
entonces todos los países pudieron bailar a su propio ritmo en tanto removieron ciertas
restricciones al comercio y en sus fronteras y fueron tratados todos de igual
manera. Este sistema funcionó exitosamente hasta que llegó la liberalización económica de los años ochenta. No queda entonces otra opción que optar
por una globalización ligera y reinventar
un sistema tipo Bretton Woods para nuestra era, bajo el entendido de que no se
puede regresar a la mítica “Edad de Oro” del capitalismo con tarifas altas al
comercio, controles de capital rampantes, un débil GATT, y tampoco lo
quisiéramos, dice Rodrik.
Una nueva globalización
Los mercados deben estar empotrados en sistemas de
gobernabilidad, es decir, los mercados requieren instituciones sociales que los
apoyen porque los mercados no se crean, regulan estabilizan o sostienen por sí
mismos. Hay que volver al espíritu que creó el sistema de Bretton Woods que
logró un buen balance que evitó empujar la globalización más allá de todo
control, como ocurre ahora. Los estados nacionales todavía predominan y son la
única jugada posible. Estos necesitan de un espacio de maniobra para poder
establecer estándares nacionales y regulaciones, pues allí yace la verdadera
gobernanza. La única oportunidad de fortalecer la infraestructura de la
economía global yace en reforzar la capacidad de los gobiernos democráticos
para proveer esos fundamentos.
La centralidad de los estados nacionales significa que las reglas que deben ser formuladas
deben tener puesto un ojo en la diversidad institucional. Lo que se necesita
son normas de tráfico que permitan que los diferentes vehículos, de diferentes
tamaños y formas puedan desplazarse a diferentes velocidades en lugar de imponer
un solo modelo uniforme y una velocidad igual para todos.
Una vez que entendamos que el eje de la economía global debe
construirse al nivel nacional, entonces se da pie para que los países construyan
las instituciones que mejor les sirvan.
No hay un solo camino correcto que conduzca al desarrollo. Los países
tienen el derecho de proteger sus propias estructuras sociales, regulaciones e
instituciones.
Hay que modificar, por supuesto, el actual régimen
comercial. Hay que lograr que el sistema abierto que tenemos hoy sea
consistente con otras metas sociales. Hay que abrirle un margen de maniobra a
las políticas domésticas en favor del medio ambiente, los trabajadores, los
consumidores todo lo cual haría ganar en legitimidad al libre comercio. El
sistema financiero global también debe ser regulado. Ello implica que se deben
restringir los flujos de capital transfronterizos para proteger las
regulaciones nacionales. Un nuevo
orden financiero global debe ser construido. Los problemas del comercio
internacional y del sector financiero surgen por un exceso de globalización y
su mal manejo. Un régimen de
migración internacional más flexible debe promoverse. En fin todo ello solo puede surgir del
estado-nación y de su intervención en los asuntos públicos.
En conclusión, su punto de vista no construye un camino
hacia un mundo plano, un mundo sin fronteras. Lo que propone es permitir que
una economía mundial sostenible florezca dejando campo para que las democracias
determinen su propio futuro.