Historias de la realidad o la realidad de las historias

lunes, 18 de septiembre de 2017

La paradoja de la globalización: ¿es factible y deseable la gobernanza global?


Aún cuando Dani Rodrik es profesor de Economía Política Internacional de la de la ortodoxa Escuela de Gobierno  John F. Kennedy  de la Universidad de Harvard, no le come cuento a la globalización como la  estamos padeciendo hoy. Este profesor hace parte de un nutrido y destacado grupo de economistas que al igual que el Premio Nobel de Economía, Joseph Stiglitz, con un fuerte bagaje keynesiano, critican los excesos de la globalización neoliberal y buscan alternativas viables y deseables.

En su libro The Globalization Paradox: Democracy and the Future of the World Economy, (La Paradoja de la Globalización, la Democracia y el Futuro de la Economía Mundial), Rodrik hace un recuento histórico de la globalización para centrase en la actual.

Ya el mundo vio desplomarse  la era del patrón oro en 1914 que no pudo restituirse posteriormente. Pero ¿estamos ad portas de una nuevo colapso de la globalización? pregunta. A fin de cuentas la globalización actual está débilmente sustentada institucionalmente. “No existe  una autoridad global antimonopolios, ni un prestamista de última instancia, ni un regulador global, ni un sistema de seguridad social global, y menos aún,  una democracia global”.

Como buen Keynesiano defiende justamente, creo yo, el régimen de Bretton Woods, bajo el cual los países industriales se recuperaron de la guerra y se volvieron prósperos y los países en desarrollo experimentaron niveles de crecimiento económico sin precedentes. La economía mundial floreció como nunca antes durante la Era de Oro del capitalismo.

En sus recorrido por los aspectos más relevantes del desarrollo del capitalismo actual, tales como: el dilema entre los mercados y el estado, el auge y la caída de la primera globalización, el caso del libre comercio, el sistema de Bretton Woods, la globalización financiera,  el fundamentalismo del libre comercio, etc., Dani Rodrik tiene una cuestión esencial en mente que repite a lo largo del libro pero que desarrolla más cuidadosamente al final: es la idea de que las democracias tienen el derecho de proteger sus normas y estructuras sociales y que cuando este derecho choca con las exigencias de la economía global, es esta última la que debe hacerse a un lado y no al contrario. Rodrik desenmascara una de las verdades de apuño de la economía global: la democracia nacional y una globalización profunda son incompatibles.  Esto lo ilustra con el ejemplo de Argentina.

En este país,  bajo Cavallo,  Menem y De la Rúa a la cabeza, la globalización se convirtió en el objetivo último de gobierno y sin embargo no pudieron evitar que la presión política interna interviniera  y les aguara la fiesta.

En febrero de 1991, el Ministro Cavallo,  nombrado por Carlos Menem para que se encargara de la política económica,  ató el peso al dólar en lo que se conoció como  la Ley de Convertibilidad, prohibió las restricciones a las transacciones financieras internacionales, aceleró las privatizaciones y la desregulación de la economía y la abrió por completo a los mercados internacionales.  Todo ello justificado por lo que se llamó un  exceso de intervencionismo del pasado, pues en su parecer, Argentina había cambiado las reglas de juego cada vez que se le venía en gana. Pensó que la globalización serviría  tanto de arnés como de  motor de crecimiento de la economía. Era el Consenso  de Washington llevado al extremo. 

En un principio las medidas de integración económica frenaron la inflación y los capitales fluyeron. La inversión, las exportaciones y los ingresos crecieron rápidamente. Pero al  finalizar la década,  desarrollos adversos en la economía mundial sirvieron de escenario para que los inversores cambiaran de parecer sobre Argentina y la pesadilla regresó al país vengativamente. La crisis financiera asiática, pero más aún la devaluación brasilera de principios de 1999, fueron los  detonantes de una nueva crisis. Cavallo que había dejado su puesto en 1996, regresa con Fernando De la Rúa en 2001. Adoptó una política de austeridad severa, con recortes fiscales en una economía donde uno de cada cinco trabajadores estaban desempleados.  Impuso recortes a los salarios y a las pensiones lo que provocó masivas protestas y generó pánico y todos acudieron temerosos a retirar sus depósitos a los bancos, temiendo una devaluación. El pánico causado y el descontento forzaron la renuncia de De la Rúa y de su ministro Domingo Cavallo.

¿Qué salió mal? La respuesta corta es que la política doméstica se le atravesó a la hiperglobalización. Los dolorosos ajustes luego de una profunda integración no se acomodaban a una ciudadanía descontenta y finalmente la política triunfó.

El trilema


¿Cómo manejar la tensión  entre la democracia doméstica y los mercados globales?

Dani Rodrik dice que hay tres opciones. Se puede restringir la democracia con el interés de minimizar los costos de transacción internacionales, haciendo caso omiso el traumatismo que la economía global a veces produce. Se puede limitar la globalización, con la esperanza de construir una legitimidad democrática doméstica. O se puede globalizar la democracia, en detrimento de la soberanía nacional. No se pueden tener las tres cosas a la vez: hiperglobalización, democracia y autodeterminación.

Si no se quiere sacrificar la democracia, se puede, no obstante,  optar por la “gobernanza global”. Es decir, optar por instituciones globales robustas pero reguladas. La más cruda forma de esta gobernanza global delega  directamente todos los poderes nacionales en tecnócratas internacionales, involucrando agencias regulatorias autónomas encargadas de resolver problemas de índole “técnica” que surgen de una toma de decisiones descoordinada de la economía global.  Una especie de federalismo global, o una forma menos ambiciosa que de todas maneras conllevaría restricciones a la soberanía nacional. Pero ¿es esto deseable y posible? De todas formas hay demasiada diversidad en el mundo para someterla a unas solas y uniformes reglas de juego.

El talón de Aquiles de la gobernanza global, argumenta Rodrik, es que carece de relaciones de accountability o rendición de cuentas claras. Bajo el estado nacional la rendición de cuentas de los gobernantes la hace el electorado que si no está satisfecho castiga al gobernante no volviéndolo a elegir. Un ejemplo muy utilizado es el de la Unión Europea que ilustra tanto los aciertos de las nuevas ideas sobre la gobernanza global como sus limitaciones.  Esta cuenta  con una Corte de Justicia y con un Banco Central y un sinnúmero de agencias especializadas pero se ha quedado corta en cuanto a  la creación de instituciones democráticas.  No hay una infraestructura política común.  También fue evidente,  luego de la crisis global de 2008,   que las respuestas fueron diversas y descoordinadas. Países más afectados como Latvia, Hungría y Grecia fueron obligados a recurrir al FMI y aceptar sus condiciones para poder acceder a créditos de los gobiernos más ricos de la UE.

En conclusión,  la gobernanza global enfrenta serias limitaciones: las identidades políticas y los apegos giran en torno los estados nacionales; las comunidades políticas se organizan domésticamente y no globalmente;  verdaderas normas globales han surgido en una muy reducida franja de temas y hay diferencias sustanciales alrededor del mundo en cuanto a cuáles son los arreglos normativos deseables.  

Si la gobernanza global en el futuro próximo no es ni deseable y factible, entonces ¿cuál es la solución?

Si sacrificamos la hiperglobalización, como lo hizo en su momento el sistema de Bretton Woods-GATT,  entonces todos los países pudieron bailar a su propio ritmo  en tanto removieron ciertas restricciones al comercio y en sus fronteras y fueron tratados todos de igual manera. Este sistema funcionó exitosamente hasta  que llegó la liberalización económica de los años ochenta.  No queda entonces otra opción que optar por una globalización ligera  y reinventar un sistema tipo Bretton Woods para nuestra era, bajo el entendido de que no se puede regresar a la mítica “Edad de Oro” del capitalismo con tarifas altas al comercio, controles de capital rampantes, un débil GATT, y tampoco lo quisiéramos, dice Rodrik.  

Una nueva globalización


Los mercados deben estar empotrados en sistemas de gobernabilidad, es decir, los mercados requieren instituciones sociales que los apoyen porque los mercados no se crean, regulan estabilizan o sostienen por sí mismos. Hay que volver al espíritu que creó el sistema de Bretton Woods que logró un buen balance que evitó empujar la globalización más allá de todo control, como ocurre ahora. Los estados nacionales todavía predominan y son la única jugada posible. Estos necesitan de un espacio de maniobra para poder establecer estándares nacionales y regulaciones, pues allí yace la verdadera gobernanza. La única oportunidad de fortalecer la infraestructura de la economía global yace en reforzar la capacidad de los gobiernos democráticos para proveer esos fundamentos.

La centralidad de los estados nacionales significa  que las reglas que deben ser formuladas deben tener puesto un ojo en la diversidad institucional. Lo que se necesita son normas de tráfico que permitan que los diferentes vehículos, de diferentes tamaños y formas puedan desplazarse a diferentes velocidades en lugar de imponer un solo modelo uniforme y una velocidad igual para todos.

Una vez que entendamos que el eje de la economía global debe construirse al nivel nacional, entonces se da pie para que los países construyan las instituciones que mejor les sirvan.  No hay un solo camino correcto que conduzca al desarrollo. Los países tienen el derecho de proteger sus propias estructuras sociales, regulaciones e instituciones.

Hay que modificar, por supuesto, el actual régimen comercial. Hay que lograr que el sistema abierto que tenemos hoy sea consistente con otras metas sociales. Hay que abrirle un margen de maniobra a las políticas domésticas en favor del medio ambiente, los trabajadores, los consumidores todo lo cual haría ganar en legitimidad al libre comercio. El sistema financiero global también debe ser regulado. Ello implica que se deben restringir los flujos de capital transfronterizos para proteger las regulaciones nacionales.  Un nuevo orden financiero global debe ser construido. Los problemas del comercio internacional y del sector financiero surgen por un exceso de globalización y su mal manejo.  Un régimen de migración internacional más flexible debe promoverse.  En fin todo ello solo puede surgir del estado-nación y de su intervención en los asuntos públicos.


En conclusión, su punto de vista no construye un camino hacia un mundo plano, un mundo sin fronteras. Lo que propone es permitir que una economía mundial sostenible florezca dejando campo para que las democracias determinen su propio futuro.