Historias de la realidad o la realidad de las historias

jueves, 30 de junio de 2016

Mea culpa del FMI



Es por todos sabido que el FMI es el odioso gendarme que hace cumplir la receta neoliberal sin importar su costo: ha impuesto sin ningún miramiento programas de austeridad a los países deudores y promovido el libre flujo de capitales por doquier. Ahora se pregunta, en  un paper de junio de 2016 publicado por el Departamento de Investigaciones, si el neoliberalismo no se sobre vendió, especialmente en estos dos importantes aspectos.

Obviamente que la mea culpa del FMI  no incluye todo el paquete neoliberal, pues siguen pensando que de todas maneras las reformas de libre mercado  y la reducción del Estado fueron ideas buenas.

Los tres autores: Jonathan D. Ostry, Prakash Loungani, y  Davide Furceri sostienen que tanto la remoción de restricciones a los movimiento de capitales entre países o la llamada liberalización de la cuenta de capitales como la consolidación fiscal, mejor conocida como “austeridad”,  no han arrojado los resultados esperados. En primer lugar, en cuanto al crecimiento sostenido los beneficios obtenidos son dudosos cuando se examina un grupo amplio de países y los costos en términos de una mayor desigualdad han sido altos. El aumento en la desigualdad afecta el nivel de sostenibilidad del crecimiento y aunque esta fuera el único propósito de la agenda neoliberal, sus defensores tienen que ponerle atención a sus efectos en la distribución del ingreso.

En efecto, la relación entre mayores flujos de capital y crecimiento es dudosa. Todo depende. Hay flujos de capital como lo especulativos de corto plazo que no traen nada bueno. Los estudios demuestran que se han producido unos 150 aumentos repentinos de flujos de capital en unos 50 países emergentes desde 1980, cuando comenzó la liberalización, y en un 20% de los casos han terminado en crisis financieras. Tan es así, que muchos líderes del mundo aceptan cada vez más los controles de capital para frenar los flujos especulativos de corto plazo que pueden causar estas crisis.

Reducir el tamaño del Estado mediante la privatización de algunas de sus funciones o recortando el gasto público y el tamaño del déficit fiscal, es el otro aspecto crucial de la agenda neoliberal.  Hay muchos ejemplos de ello como el límite de la deuda del  60% del PIB exigido como requisito para que un país pueda acceder a la euro zona (criterio de Maastricht). Pero los autores se preguntan si este tipo de reglas se justifican en países con amplia solvencia económica. Y yo agregaría que para los no tan solventes también.

Es más, tanto la apertura como la austeridad están asociadas con un incremento en la desigualdad del ingreso y este efecto en la distribución dispara una curva adversa de retroalimentación, al punto que puede frenar el crecimiento mismo.

Irónicamente, los autores dicen que ante semejantes resultados, el FMI ha estado al frente “reconsiderando” las políticas neoliberales en particular la liberalización financiera y la drástica austeridad, y menciona algunas declaraciones hechas por voceros del Fondo  en años recientes.

También  replantean el emblemático caso de Chile ya no como el mayor éxito del paradigma neoliberal sino como dice Joseph Stiglitz “un ejemplo de un éxito que combina los mercados con una apropiada regulación”. Anota Stiglitz que en los primeros años de su transición hacia el neoliberalismo, Chile impuso controles sobre los flujos de capital, para que no la inundaran, lo que sugiere que ninguna agenda rígida arroja buenos resultados para todos los países en todos los tiempos. Concluyen diciendo que los líderes y las instituciones como el FMI que los asesoran, deben guiarse no por la fe sino por la evidencia de lo que ha funcionado.








viernes, 10 de junio de 2016

La realidad detrás de la democratización de la moda


Querámoslo o no la moda está presente en nuestras vidas. Nuestra apariencia hace parte de nuestra identidad, y nuestra forma de vestir es parte de ella y está necesariamente  influenciada por la moda, moda que ahora es global, homogenizada por  una industria  multinacional que se ha adaptado al cambio, flexibilizándose y desplazando su producción al tercer mundo.
Ya no ocurre que la moda la impongan exclusivamente los grandes modistos y que esta se transmita de las clases altas a las bajas mediante la imitación.  La moda en el pasado estuvo siempre identificada con la movilidad social. Quizás el primer paso lo dio  la diseñadora francesa Coco Chanel, quien sacó muchas de sus ideas icónicas del pueblo. Produjo una ruptura con la opulenta y poco práctica elegancia de la Belle Époque y creó una línea de ropa informal, sencilla y cómoda. Vestía a las mujeres de clase alta con camisetas a rayas inspirada por los marineros franceses,  camelias que las utilizaban las sirvientas británicas, perlas que eran solamente populares en Rusia y con sus famosos trajes de tweed con chaqueta ribeteada.  Pero lo verdaderamente revolucionario fue que sus diseños dejaron de ser  exclusivos de la alta costura para popularizarse en las calles.  Una de sus frases más famosas dice: Una moda que no llega a las calles no es una moda.
Desde la revolución de los cincuentas con el prête-à-porter o el ready to wear (listo para llevar) se empezó a democratizar la moda. Las marcas como Christian Dior, Armani,  Calvin Klein que habían sido exclusivas, se pusieron al alcance de una clientela mucho más amplia. Costureros y diseñadores dejaron de trabajar exclusivamente para la alta sociedad, ahora lo hacen en función de una gran masa de consumidores que aman sus productos que se venden en tiendas de cadena, presentes en forma similar en  los Malls de cualquier ciudad del mundo.  El resultado es la homogenización en la forma de vestir, con prendas más baratas y asequibles para todos, una moda cómoda y fácil de llevar.  La diferencia en la identidad de clase en el vestir está ahora principalmente en la calidad de los materiales y en algunos detalles de diseño.
Se dejaron atrás los valores y tradiciones, de manera que un joven de África viste la misma camiseta GAP o Levi's que alguien más luce en Francia o en Colombia. Con la emergencia de las marcas de cadena, se fragmentó el gusto en la moda. Las preferencias de los consumidores se comunica gracias los equipos de informadores que  observan a los potenciales clientes en distintos sitios y por la información que transmiten los vendedores de las tiendas. Ahora la mayoría somos iguales en el vestir. La excepción son las subculturas o tribus urbanas como muchos la llaman: están los skinheads, hippies, góticos, punk, floggers, tecno, metal, todas las cuales intentan rescatar una identidad original y propia.
Pero la democratización de la moda ha tenido un alto costo social. Para poderse adaptar al constante flujo de nuevas tendencias, y a la despiadada competencia, la industria de las  confecciones se ha relocalizado en países del tercer mundo, donde los trabajadores, principalmente mujeres, trabajan en maquiladoras y empresas unipersonales bajo terribles condiciones laborales.
La ropa de marca nos conecta automáticamente con muchos lugares globalmente. La ropa no la fabrica la marca en su país de origen,  está hecha en lugares insalubres y peligrosos,  con bajos costos laborales, en largas jornadas de trabajo, por trabajadores pagados a destajo y sin contrato. Esto es a lo que los economistas se refieren como la flexibilización laboral.
Para reducir costos, las empresas subcontratan gran parte de la costura e incluso el corte a maquilas en países como México, China, Tailandia, Rumania y Vietnam, donde la pobreza es alta y los salarios paupérrimos y donde los gobiernos ofrecen toda suerte de garantías a la inversión extranjera. En Colombia son ejemplo de ello las maquilas de Medellín e Ibagué. También se ubican en ciudades donde se concentran los necesitados inmigrantes. 
Anteriormente el comercio textil y de prendas de vestir se regía por tratados multilaterales que designaban cuotas de importación de textiles y prendas de vestir a los países, pero a partir de 2005 se eliminaron para entrar al libre comercio total favoreciendo  principalmente a China que hoy domina alredor del 50% del mercado mundial de textiles y confecciones.
Un ejemplo de cómo opera la globalización en este lucrativo negocio, es el grupo Inditex,  el tercero a nivel mundial, que cobija varias marcas a la vez: Zara, Pull &Bear, Massimo Dutti, Bershka, Stradivarius, Oysho, Zara Home, Kiddy’s Class y Uterqüeo.  El grupo está compuesto por cerca de 150 sociedades en 30 países. El diseño se realiza en la sede española y la manufactura se subcontrata. El 59% de los trajes se confecciona en Europa, el 23% en Asia y el 12% en Europa del Este y el 3% en el resto del mundo.  Sólo distribuye sus productos a través de sus propias tiendas (2.300 en 56 países).
El éxito de esta multimillonaria empresa radica en  la creación de un centro logístico en Arteijo, (La Coruña, España), informatizado, que comunica la sede central del holding con cada uno de sus puntos de venta en el mundo, de tal manera que  flexibiliza la producción en la medida en que posibilita reponer el producto consumido –tallas, colores, patrones-, introducir en fábrica las modificaciones que dicta cada mercado específico y conocer, además, en tiempo real la facturación de cada uno de esos puntos. Lo que se busca es suministrar las prendas Justo a Tiempo  (just in time) haciendo competitiva a la empresa, al ser capaz de entregar la cantidad y variedad exactas en el mercado deseado. La circulación de las prendas y diseños es extremadamente rápida y se adapta a la moda del momento con suma facilidad, pues se espera que los clientes cambien de forma de vestir y de estilo con cada temporada o estación. 






sábado, 4 de junio de 2016

La Nueva era del monopolio



Joseph E. Stiglitz

El Espectador


27 Mayo 2016 - 9:50 pm



Durante 200 años, ha habido dos escuelas de pensamiento sobre qué es lo que determina la distribución de los ingresos –y sobre cómo funciona la economía. Una, que surge de los pensamientos de Adam Smith y los economistas liberales del siglo XIX, se centra en los mercados competitivos.

La otra —consciente de la forma como el liberalismo de Smith conduce a una rápida concentración de la riqueza y el ingreso— toma como punto de partida la tendencia sin restricciones que tienen los mercados para dirigirse hacia el monopolio. Es importante entender ambas escuelas debido a que nuestros puntos de vista sobre las políticas gubernamentales y las desigualdades existentes se moldean según cuál de las dos escuelas de pensamiento cada uno de nosotros cree que es la que proporciona una mejor descripción de la realidad.

Para los liberales del siglo XIX, y para sus acólitos de estos últimos días, debido a que los mercados son competitivos, los rendimientos que reciben los individuos se relacionan con sus contribuciones sociales –con su “producto marginal”, en el lenguaje de los economistas. Los capitalistas son recompensados ​​por ahorrar en lugar de consumir –por su abstinencia, en palabras de Nassau Senior, uno de mis predecesores en la Cátedra Drummond de Economía Política en la Universidad de Oxford. Las diferencias en los ingresos en aquel entonces se relacionaban con la propiedad de los “activos” –capital humano y financiero. Los académicos que estudiaban la desigualdad, por lo tanto, se centraban en los factores determinantes de la distribución de los activos, incluyendo cómo estos se transmitían de generación en generación.


La segunda escuela de pensamiento toma como punto de partida “el poder”, incluyendo la capacidad para ejercer control monopólico o, en el caso de los mercados de trabajo, para hacer valer la autoridad sobre los trabajadores. Los académicos en esta área se han centrado en lo que da lugar al poder, cómo se mantiene y cómo se fortalece, y otras características que pudiesen impedir que los mercados sean competitivos. El trabajo sobre la explotación que emerge de las asimetrías de información es un ejemplo importante.

En Occidente, en la época posterior a la Segunda Guerra Mundial, la escuela liberal de pensamiento fue la escuela dominante. No obstante, a medida que la desigualdad se ampliaba y las preocupaciones sobre la misma crecían, esta escuela basada en la competencia y que visualiza los rendimientos individuales en términos de producto marginal, pierde cada vez más su capacidad para explicar cómo funciona la economía. Por lo tanto, hoy en día, la segunda escuela de pensamiento se encuentra en ascenso.

Al fin de cuentas, los grandes bonos que se pagaron a los directores ejecutivos cuando ellos conducían a sus empresas a la ruina y a la economía al borde del colapso son difíciles de conciliar con la creencia de que los pagos que reciben los individuos tienen algo que ver con su contribución social. Por supuesto, históricamente, la opresión de grandes grupos –esclavos, mujeres y minorías de diversos tipos– se presentan como casos evidentes en los que las desigualdades son el resultado de las relaciones de poder, y no de los rendimientos marginales.

En la economía de hoy, muchos sectores –telecomunicaciones, televisión por cable, buscadores digitales, seguros de salud, productos farmacéuticos, agronegocios y muchos más– no se pueden entender mirándolos a través de la lente de la competencia. En estos sectores, la competencia que existe es oligopólica, no es la competencia “pura” que se describe en los libros de texto. Se puede definir a unos pocos sectores como sectores “tomadores de precios”; las empresas son tan pequeñas que no tienen ningún efecto sobre el precio de mercado. La agricultura es el ejemplo más claro, pero la intervención gubernamental en el sector es enorme, y los precios no se establecen, primordialmente, a través de las fuerzas del mercado

El Consejo de Asesores Económicos (CEA) del presidente estadounidense Barack Obama, dirigido por Jason Furman, ha intentado calcular la magnitud del aumento en la concentración de mercado y algunas de sus implicaciones. En la mayoría de las industrias, de acuerdo con el CEA, las métricas estándar muestran grandes –y en algunos casos, dramáticos– aumentos en la concentración de mercado. El porcentaje de participación en el mercado de los depósitos de los diez primeros bancos, por ejemplo, aumentó de un nivel aproximado del 20% al 50% en tan sólo 30 años, entre 1980 y 2010.



Parte del aumento en el poder de mercado viene como resultado de cambios en la tecnología y la estructura económica: considere las economías en red y el crecimiento de las industrias del sector de servicios a nivel local. Una parte de dicho aumento de poder se debe a que las empresas –Microsoft y las compañías farmacéuticas son buenos ejemplos– han aprendido de mejor manera la forma de erigir y mantener barreras de ingreso, a menudo con el apoyo de fuerzas políticas conservadoras que justifican la laxa imposición de legislación antimonopólica y el fracaso en la imposición de limitaciones al poder de mercado basándose en el razonamiento que indica que los mercados son competitivos “naturalmente”. Otra parte del mencionado aumento refleja el abuso descarado y el apalancamiento de dicho poder de mercado a través de procesos políticos: los grandes bancos, por ejemplo, presionaron al Congreso de Estados Unidos mediante acciones de lobby para que modifique o derogue legislación que separa la banca comercial de otras áreas de las finanzas.

Las consecuencias se pueden evidenciar en los datos, que muestran un aumento de la desigualdad en todos los niveles, no sólo a lo largo del espectro de los individuos, sino también a lo largo y ancho de las empresas. El informe del CEA señaló que “las empresas que están en el 90 percentil ven rendimientos sobre sus inversiones en capital que son más de cinco veces la mediana. Este ratio estaba más próximo a dos veces la mediana sólo hace un cuarto de siglo atrás”.

Joseph Schumpeter, uno de los grandes economistas del siglo XX, argumentó que uno no debe preocuparse por el poder del monopolio: los monopolios sólo llegarían a ser temporales. Se daría una feroz competencia por el mercado y esta competencia sustituiría la competencia en el mercado y se garantizaría que los precios se mantuvieran competitivos.

Mi propio trabajo teórico ya tiempo atrás mostró los defectos en el análisis de Schumpeter, y ahora los resultados empíricos proporcionan una fuerte confirmación. Los mercados de hoy en día se caracterizan por la persistencia de elevadas ganancias monopolistas.

Las implicaciones de esto son profundas. Muchas de las suposiciones acerca de la economía de mercado se basan en la aceptación del modelo competitivo, con rendimientos marginales conmensurados a las contribuciones sociales. Este punto de vista ha dado lugar a dudas acerca de la intervención oficial: si los mercados son fundamentalmente eficientes y justos, es poco lo que incluso el mejor de los gobiernos podría hacer para mejorar la situación. Pero si los mercados se basan en la explotación, la lógica que justifica una actitud laissez-faire desaparece. En efecto, en ese caso, la batalla contra el poder atrincherado no sólo es una batalla por la democracia, sino también por la eficiencia y la prosperidad compartida.


* Premio Nobel de Economía 2001

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