Querámoslo o no la moda está presente en nuestras vidas.
Nuestra apariencia hace parte de nuestra identidad, y nuestra forma de vestir es
parte de ella y está necesariamente influenciada por la moda, moda que ahora es global,
homogenizada por una
industria multinacional que se ha
adaptado al cambio, flexibilizándose y desplazando su producción al tercer
mundo.
Ya no ocurre que la moda la impongan exclusivamente los
grandes modistos y que esta se transmita de las clases altas a las bajas
mediante la imitación. La moda en
el pasado estuvo siempre identificada con la movilidad social. Quizás el primer
paso lo dio la diseñadora francesa
Coco Chanel, quien sacó muchas de sus ideas icónicas del pueblo. Produjo una
ruptura con la opulenta y poco práctica elegancia de la Belle Époque y creó una
línea de ropa informal, sencilla y cómoda. Vestía a las mujeres de clase alta
con camisetas a rayas inspirada por los marineros franceses, camelias que las utilizaban las
sirvientas británicas, perlas que eran solamente populares en Rusia y con sus
famosos trajes de tweed con chaqueta ribeteada. Pero lo verdaderamente revolucionario fue que sus diseños
dejaron de ser exclusivos de la alta
costura para popularizarse en las calles.
Una de sus frases más famosas dice: Una moda que no llega a las calles
no es una moda.
Desde la revolución de los cincuentas con el prête-à-porter
o el ready to wear (listo para llevar) se empezó a democratizar la moda. Las
marcas como Christian Dior, Armani,
Calvin Klein que habían sido exclusivas, se pusieron al alcance de una
clientela mucho más amplia. Costureros y diseñadores dejaron de trabajar exclusivamente
para la alta sociedad, ahora lo hacen en función de una gran masa de consumidores
que aman sus productos que se venden en tiendas de cadena, presentes en forma
similar en los Malls de cualquier
ciudad del mundo. El resultado es
la homogenización en la forma de vestir, con prendas más baratas y asequibles
para todos, una moda cómoda y fácil de llevar. La diferencia en la identidad de clase en el vestir está
ahora principalmente en la calidad de los materiales y en algunos detalles de
diseño.
Se dejaron atrás los valores y tradiciones, de manera que un
joven de África viste la misma camiseta GAP o Levi's que alguien más luce en
Francia o en Colombia. Con la emergencia de las marcas de cadena, se fragmentó
el gusto en la moda. Las preferencias de los consumidores se comunica gracias
los equipos de informadores que
observan a los potenciales clientes en distintos sitios y por la
información que transmiten los vendedores de las tiendas. Ahora la mayoría
somos iguales en el vestir. La excepción son las subculturas o tribus urbanas
como muchos la llaman: están los skinheads, hippies, góticos, punk, floggers,
tecno, metal, todas las cuales intentan rescatar una identidad original y
propia.
Pero la democratización de la moda ha tenido un alto costo
social. Para poderse adaptar al constante flujo de nuevas tendencias, y a la
despiadada competencia, la industria de las confecciones se ha relocalizado en países del tercer mundo,
donde los trabajadores, principalmente mujeres, trabajan en maquiladoras y
empresas unipersonales bajo terribles condiciones laborales.
La ropa de marca nos conecta automáticamente con muchos
lugares globalmente. La ropa no la fabrica la marca en su país de origen, está hecha en lugares insalubres y
peligrosos, con bajos costos
laborales, en largas jornadas de trabajo, por trabajadores pagados a destajo y
sin contrato. Esto es a lo que los economistas se refieren como la
flexibilización laboral.
Para reducir costos, las empresas subcontratan gran parte de
la costura e incluso el corte a maquilas en países como México, China,
Tailandia, Rumania y Vietnam, donde la pobreza es alta y los salarios
paupérrimos y donde los gobiernos ofrecen toda suerte de garantías a la
inversión extranjera. En Colombia son ejemplo de ello las maquilas de Medellín
e Ibagué. También se ubican en ciudades donde se concentran los necesitados
inmigrantes.
Anteriormente el comercio textil y de prendas de vestir se
regía por tratados multilaterales que designaban cuotas de importación de
textiles y prendas de vestir a los países, pero a partir de 2005 se eliminaron
para entrar al libre comercio total favoreciendo principalmente a China que hoy domina alredor del 50% del
mercado mundial de textiles y confecciones.
Un ejemplo de cómo opera la globalización en este lucrativo
negocio, es el grupo Inditex, el tercero
a nivel mundial, que cobija varias marcas a la vez: Zara, Pull &Bear, Massimo Dutti, Bershka, Stradivarius,
Oysho, Zara Home, Kiddy’s Class y Uterqüeo. El grupo está compuesto por cerca de 150 sociedades en 30
países. El diseño se realiza en la sede española y la manufactura se
subcontrata. El 59% de los trajes se confecciona en Europa, el 23% en Asia y el
12% en Europa del Este y el 3% en el resto del mundo. Sólo distribuye sus productos a través de sus propias
tiendas (2.300 en 56 países).
El éxito de esta multimillonaria empresa radica en la creación de un centro logístico en
Arteijo, (La Coruña, España), informatizado, que comunica la sede central del
holding con cada uno de sus puntos de venta en el mundo, de tal manera que flexibiliza la producción en la medida
en que posibilita reponer el producto consumido –tallas, colores, patrones-,
introducir en fábrica las modificaciones que dicta cada mercado específico y
conocer, además, en tiempo real la facturación de cada uno de esos puntos. Lo
que se busca es suministrar las prendas Justo a Tiempo (just in time) haciendo competitiva a
la empresa, al ser capaz de entregar la cantidad y variedad exactas en el
mercado deseado. La circulación de las prendas y diseños es extremadamente
rápida y se adapta a la moda del momento con suma facilidad, pues se espera que
los clientes cambien de forma de vestir y de estilo con cada temporada o
estación.
No hay comentarios:
Publicar un comentario