La sociedad colombiana está
fracturada no solamente porque es difícil lograr consensos en torno
a temas fundamentales al carecer de un tejido social fuerte, una
clase obrera numerosa y unos partidos políticos mayoritarios sino
principalmente por la violencia política que siempre ha estado
presente y por las redes criminales ahora llamadas bacrim, que ya no
son grupos de autodefensa ni contrainsurgentes pero que en algunos
casos tienen mando y jerarquía militar. La violencia política de
los alzados en armas también se envilece al incurrir en actividades
propias del crimen organizado, principalmente el narcotráfico, la
extorsión y el secuestro.
Es evidente, en el caso colombiano,
que cuando termina una guerra, empiezan otras en ciclos consecutivos
de violencia criminal. Unas violencias traen otras, lo cual indica
que hay factores estructurales para que el proceso se repita, aún
cuando cambiando de formas: guerrillas, paramilitares, bandas y redes
criminales. Hay, por ejemplo, disidentes, rearmados y bandas
emergentes, surgidos del proceso de desmovilización de los grupos
paramilitares de 2003/2006. Y unos se relacionan y entrelazan con
otros en complejas estructuras criminales descentralizadas,
regionalizadas y transnacionalizadas.
Algunos factores incidentes en la
reproducción de redes criminales tienen que ver con la globalización
y sus secuelas. Por ejemplo, la gran concentración de la tierra y
la expulsión de una mano de obra flotante que nunca encontró
trabajo en las ciudades por la falta de desarrollo industrial,
constituye la base social tanto de los grupos armados como de la
economía de la droga. El paso de una economía basada en el café
y la agricultura a una economía anclada no en la industria sino en
la minería, los recursos energéticos y la coca, ha facilitado la
expansión de los actores armados abriéndoles nuevas oportunidades
de financiación a través de recursos fuertemente vinculados a la
economía global.
Es un hecho que la expansión del
negocio de la coca, en pleno auge de la liberalización comercial,
brindó nuevas fuentes de financiación a los distintos actores
armados y delincuenciales. Las FARC, por ejemplo, encontraron un
nuevo combustible para su economía de guerra, a través de la
imposición de tributos sobre un 80% de las actividades relacionadas
con la producción y exportación de cocaína, llegando a obtener
alrededor de US$ 140 millones provenientes de esas extorsiones. Hoy
las ganancias por la cocaína han declinado y el mando del negocio lo
tienen los carteles mexicanos, especializados en el tráfico y
distribución al consumidor final, teniendo las redes del crimen que
buscar nuevas fuentes de ingreso sin que ello signifique que los
cultivos de coca hayan disminuido; por el contrario, Colombia vuelve
a ser el primer productor de hoja de coca en el mundo.
La minería ilegal, mediante la
explotación directa de oro y la extorsión a los dueños de minas
ilegales que no están a cargo de las bandas criminales, se convirtió
en fuente de financiación debido a los altos precios del oro en el
mercado internacional, además que los delitos por minería ilegal, a
diferencia de los relacionados con el narcotráfico, no son
castigados de manera severa por la ley colombiana.
Adicionalmente, las nuevas tecnologías
de la comunicación, la información y el transporte facilitan la
internacionalización de las actividades ilícitas a gran escala,
brindando un escenario ideal para el establecimiento de redes
transnacionales que permiten vincular de manera más rápida y
efectiva a los distintos grupos, mafias e individuos que buscaban
maximizar sus ganancias a partir de la alta rentabilidad de los
negocios ilícitos como el narcotráfico, microtráfico, la trata de
personas, el lavado de activos, el contrabando de gasolina, armas y
bienes de consumo y actividades extorsivas, principalmente.
Otro
factor incidente es la descentralización aunque no lo parezca. El
Estado al descentralizar sus funciones y recursos con el objetivo de
adecuarse a los requerimientos del modelo neoliberal, traslada el
conflicto a una disputa por el poder local que se manifiesta en el
uso de la violencia armada para apropiarse de los recursos y bienes
públicos en las regiones.
De allí que la extorsión sea otra de las actividades
ejecutadas por las bandas emergentes y que el fenómeno de la
corrupción también esté asociado con estas bandas que penetran las
instancias locales y regionales y los organismos de seguridad y
judicial. También se destacan las expresiones de violencia
asociadas al control territorial y a la disputa por corredores de
movilidad estratégicos para sus negocios ilegales. Entre estas
expresiones se encuentran homicidios, masacres, asesinatos y
atentados contra líderes sociales, sindicalistas y funcionarios del
Estado, amenazas, restricciones a la libertad de movimiento de la
población, numerosos casos de desplazamiento forzado y reclutamiento
de menores.
Si
bien las AUC desmovilizaron a más de 30.000 miembros, quedaron en
pie o resurgieron estructuras criminales que podríamos describir
como oficinas de cobro, tanto urbanas como rurales. Aunque se ha
avanzado en su desmantelamiento desde 2006 cuando existían unas 33
grandes, El Minsitro Luis Carlos Villegas en un debate reciente ha
indicado que existen en el país “bandas criminales” de
diferentes tamaños: 3 grandes, 39 medianas y 400 que tienen entre
siete y diez integrantes. Según esta información, es superior a
4.000 el número de hombres sobre las armas de estas organizaciones
delictivas.
No
deja de ser preocupante su avance especialmente, del denominado Clan
Úsuga (también llamado Urabeños o Autodefensas Gaitanistas de
Colombia). De acuerdo con la Dirección de Fiscalías contra el
Crimen Organizado, esta banda tiene en sus filas a 2.650 integrantes
y es catalogada por esa entidad como “la más grande organización
criminal con poder de corrupción dentro de las instituciones del
Estado”. Opera en 17 departamentos de la Costa Atlántica, la zona
Andina, Norte de Santander y la Costa Pacífica, con redes en tres
continentes y células activas en Venezuela y España.
La fragmentación del crimen organizado
colombiano y la naturaleza de las redes criminales hacen muy difícil
para las agencias de seguridad nacionales e internacionales su
desmantelamiento. Éstas ven al Estado como un obstáculo a sus
actividades y no tienen problema en hacer alianzas con las FARC en
ciertos territorios y circunstancias. A
pesar de que de que no son contrainsurgentes, no es posible negar que
el Clan Úsuga, como otros grupos, constituye una grave amenaza
contra los movimientos sociales y que son contratados para perpetrar
asesinatos de líderes populares. Las bandas criminales son
utilizadas por agentes legales como grupos privados de seguridad,
para someter organizaciones de víctimas, asesinar líderes sociales
y amedrentar todo aquello que amenace el poder de las élites.
También
son un amenaza para el proceso de paz con la guerrilla. Dice Eduardo
Pizarro al respecto que: “Ahora que las FARC y el ELN están
sentados en la mesa de negociaciones de paz temen que estos grupos
copen los territorios en que actuaban y pongan en peligro su
supervivencia. Es una amenaza real y que no puede ser menospreciada.
Las decenas de líderes populares asesinados en los últimos meses,
que las bacrim ven como una amenaza a sus intereses delictivos, son
una campanada de alerta”.
También
es probable que de la desmovilización de la guerrilla puedan surgir
nuevas formas de criminalidad armada, ya que no hay garantía alguna
de que el desarme sea total ni que los factores estructurales del
crimen desaparezcan.
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