Tomé las fotos de la imagen de la
portada del blog caminando por la Séptima peatonal un domingo
durante la administración de Gustavo Petro. En tanto las bicicletas
ocupan la calle, las aceras están tapizadas por una inverosímil
variedad de ventas callejeras o simplemente ocupadas por los pobres,
indigentes y desplazados venidos de todos los parajes de la geografía
nacional que salen al rebusque. Sí, es la oportunidad de devengar
unos centavos de unos transeúntes que salen a distraerse casi tan
pobres como ellos mismos porque la Bogotá rica, después de la calle
26, ya no circula por la Séptima en sus carros y mucho menos se
arriesga a pasear por lo que el burgomaestre Petro soñó que fuera
un bulevar peatonal a
lo parisino, ocupado por cafeterías con sus mesitas apostadas en
las aceras y por prósperos negocios y recorrida por turistas.
La Séptima peatonal en cambio se
convirtió en una vitrina de Colombia. Allí apreciamos a la indígena
desplazada que vende collares de chaquiras, al negro del pacífico
que vende chontaduros, cocos o mangos, al improvisado músico o
bailarín, pero también a unos todavía más pobres que tiran sobre
una manta una gran variedad de objetos usados y desechados a manera
de un paupérrimo mercado de las pulgas. Los indigentes están
recostados contra las paredes de los establecimientos siempre
adormilados o drogados. El microtráfico es latente y visible en
algunos sitios. También están allí: los jugadores de ajedrez, los
retratistas, las ventas en el piso de Cds y de libros usados, un sin
fin de artesanos de joyas montadas con alambre de cobre y piedras
semipreciosas, ventas de contrabando made in China, para mencionar
tan solo algunas de las actividades más comunes.
He regresado en la actual
administración de Enrique Peñalosa y el panorama ha variado un poco
pues nuevamente, el alcalde ha decidido recuperar ese espacio público
– ya desalojó 300 vendedores de la calle 72- ahora ocupado por
unas personas que reflejan la cruda realidad social del país. Las
disculpas son muchas: que el espacio público es de todos, que los
vendedores de comida no cumplen con las debidas medidas de higiene,
que “afean” la ciudad dicen otros. Y sí, las hordas de pobres
que invaden cada rincón del centro capitalino porque no encuentran
más alternativas constituyen una realidad “fea”, fea moralmente
porque nos dice que el país no va bien.
Según las cifras oficiales del DANE la
pobreza ha venido disminuyendo desde 2002, pero advertí que se
estancó en 2013 en la capital donde empieza aumentar nuevamente lo
mismo que la informalidad del empleo que llegó al 44.35% en 2015.
Esto como un reflejo de la desaceleración de la economía
colombiana. En la actualidad
hay
unos 13 millones de pobres en el país y unos 3.7 millones de
pobres extremos, es decir que sumados alcanzan aproximadamente 35% de
la población total, o una tercera parte, que no es cualquier
bobada. Un pobre urbano debe sobrevivir con $239.205 pesos
mensuales y un indigente con $102.216. ¿Qué esperanzas hay de
salir de la postración con estos ingresos bajo los cuales se mide
monetariamente la pobreza y la pobreza extrema?
El Instituto para la Economía Social
del Distrito, IPES, dice que los vendedores informales son unos
42.000 entre los que se ubican en la Séptima y el 20 de Julio, pero
podrían ser muchos más pues la mayoría no está organizada y por
ende posiblemente no está censada. Las soluciones son apenas
paliativos. Los que sacaron de la calle 72 piden en su mayoría
quioscos, módulos en puntos comerciales, apoyo para la creación y
formalización de Unidades Productivas de Emprendimiento y formación
y capacitación para el trabajo. Estas son las alternativas que debe
ofrecer el IPES pero ¿está en capacidad de atender a toda esta
población? ¿qué hay de la indigencia? ¿de los desplazados?
Un país viable es uno con una economía
saludable, que apoya el la producción nacional como principal fuente
de trabajo, única capaz de acabar con la informalidad, el resto es
paja. Entre tanto, es mejor verlos en las calles, pues si los sacan
no desaparecen, se montan al Transmilenio a pedir, se esconden en
alguna covacha en el sur de la ciudad, pero el problema sigue
latente. Recuperar el espacio público no puede ser sinónimo de
maquillaje de la pobreza. Entretanto seguiré caminando la Séptima,
prefiero verlos para no olvidarme del país en que vivo.
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