Historias de la realidad o la realidad de las historias

domingo, 20 de marzo de 2016

La Séptima peatonal: una vitrina de Colombia



Tomé las fotos de la imagen de la portada del blog caminando por la Séptima peatonal un domingo durante la administración de Gustavo Petro. En tanto las bicicletas ocupan la calle, las aceras están tapizadas por una inverosímil variedad de ventas callejeras o simplemente ocupadas por los pobres, indigentes y desplazados venidos de todos los parajes de la geografía nacional que salen al rebusque. Sí, es la oportunidad de devengar unos centavos de unos transeúntes que salen a distraerse casi tan pobres como ellos mismos porque la Bogotá rica, después de la calle 26, ya no circula por la Séptima en sus carros y mucho menos se arriesga a pasear por lo que el burgomaestre Petro soñó que fuera un bulevar peatonal a lo parisino, ocupado por cafeterías con sus mesitas apostadas en las aceras y por prósperos negocios y recorrida por turistas.



La Séptima peatonal en cambio se convirtió en una vitrina de Colombia. Allí apreciamos a la indígena desplazada que vende collares de chaquiras, al negro del pacífico que vende chontaduros, cocos o mangos, al improvisado músico o bailarín, pero también a unos todavía más pobres que tiran sobre una manta una gran variedad de objetos usados y desechados a manera de un paupérrimo mercado de las pulgas. Los indigentes están recostados contra las paredes de los establecimientos siempre adormilados o drogados. El microtráfico es latente y visible en algunos sitios. También están allí: los jugadores de ajedrez, los retratistas, las ventas en el piso de Cds y de libros usados, un sin fin de artesanos de joyas montadas con alambre de cobre y piedras semipreciosas, ventas de contrabando made in China, para mencionar tan solo algunas de las actividades más comunes.




He regresado en la actual administración de Enrique Peñalosa y el panorama ha variado un poco pues nuevamente, el alcalde ha decidido recuperar ese espacio público – ya desalojó 300 vendedores de la calle 72- ahora ocupado por unas personas que reflejan la cruda realidad social del país. Las disculpas son muchas: que el espacio público es de todos, que los vendedores de comida no cumplen con las debidas medidas de higiene, que “afean” la ciudad dicen otros. Y sí, las hordas de pobres que invaden cada rincón del centro capitalino porque no encuentran más alternativas constituyen una realidad “fea”, fea moralmente porque nos dice que el país no va bien.



Según las cifras oficiales del DANE la pobreza ha venido disminuyendo desde 2002, pero advertí que se estancó en 2013 en la capital donde empieza aumentar nuevamente lo mismo que la informalidad del empleo que llegó al 44.35% en 2015. Esto como un reflejo de la desaceleración de la economía colombiana. En la actualidad hay unos 13 millones de pobres en el país y unos 3.7 millones de pobres extremos, es decir que sumados alcanzan aproximadamente 35% de la población total, o una tercera parte, que no es cualquier bobada. Un pobre urbano debe sobrevivir con $239.205 pesos mensuales y un indigente con $102.216. ¿Qué esperanzas hay de salir de la postración con estos ingresos bajo los cuales se mide monetariamente la pobreza y la pobreza extrema?



El Instituto para la Economía Social del Distrito, IPES, dice que los vendedores informales son unos 42.000 entre los que se ubican en la Séptima y el 20 de Julio, pero podrían ser muchos más pues la mayoría no está organizada y por ende posiblemente no está censada. Las soluciones son apenas paliativos. Los que sacaron de la calle 72 piden en su mayoría quioscos, módulos en puntos comerciales, apoyo para la creación y formalización de Unidades Productivas de Emprendimiento y formación y capacitación para el trabajo. Estas son las alternativas que debe ofrecer el IPES pero ¿está en capacidad de atender a toda esta población? ¿qué hay de la indigencia? ¿de los desplazados?



Un país viable es uno con una economía saludable, que apoya el la producción nacional como principal fuente de trabajo, única capaz de acabar con la informalidad, el resto es paja. Entre tanto, es mejor verlos en las calles, pues si los sacan no desaparecen, se montan al Transmilenio a pedir, se esconden en alguna covacha en el sur de la ciudad, pero el problema sigue latente. Recuperar el espacio público no puede ser sinónimo de maquillaje de la pobreza. Entretanto seguiré caminando la Séptima, prefiero verlos para no olvidarme del país en que vivo.







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